13 noviembre 2006

CRISIS DOCENTE. Sociedad

No sé hasta dónde tenemos que llegar para que alguien se tome en serio de la crisis que está viviendo la educación en España. Lo de ahora es el producto de la debacle de los últimos años, que ha generado una desconsideración hacia profesores y maestros, inimaginable hace 15 años. Pero hemos tenido que llegar a contemplar a los docentes frente a las Administraciones Públicas para padecer definitivamente un sentimiento doble hacia ellos: de perplejidad y de rabia. Perplejidad, porque, como digo, no podíamos imaginar que esto acabara así; y rabia, porque es intolerable que hayan tenido que manifestarse para que alguien evite que los alumnos les sacudan. El mundo al revés. En la época de nuestros padres, era el maestro el que ejercía su autorictas sobre los alumnos al amparo del aforismo “la letra con sangre entra”. Ahora es al revés: si no dejas que el alumno despliegue su albur, te casca.

Son varias las elucubraciones que se han hecho sobre el fenómeno de la violencia escolar. Llamativamente, uno de los argumentos que se repiten comúnmente en este sentido se refieren a la permisividad paterna. Es decir, todo se achaca a que son los padres los que toleran que sus hijos no le tengan respeto al profesor. Nada más erróneo. Supongamos que el delito asesinato dejase de sancionarse a partir de mañana, y supongamos que la gente, en tal tesitura, se pusiera a asesinar a diestro y siniestro. ¿De quién sería la culpa?, ¿de los padres de los asesinos por no haberles inculcado a sus hijos que no deben ir asesinando por ahí a la gente?, ¿de la policía, por no evitar el crimen? No. La culpa, en última instancia es de quien permite que no sea punible el asesinato, a saber: el legislador. Si no ¿por qué es delito el asesinato? Efectivamente, para que la gente no se mate la una a la otra. No hay más. En el caso de los profesores sucede lo mismo. Si no se sanciona la violencia escolar, si los agresores de un niño sólo reciben como castigo que el agredido sea trasladado a otro centro y a ellos les expulsen una semana; mientras esto sea así, la conducta que debería evitarse no hará otra cosa que reproducirse.

No entiendo, ni comparto, esa tesis de que los padres son los que deben “educar” al menor. Pero no porque no sea una obligación que les corresponde, sino porque es una ingenuidad creer que los niños llegan a la escuela educaditos. Si los padres no educan a sus hijos (cosa que, al parecer, no sucede, a tenor del diagnóstico de los analistas), es la escuela la que debe ocuparse de esta tarea. La distinción entre “educar” y “enseñar”, aunque cierta y conceptualmente fundada, es letra hoy muerta: ni los padres educan, ni (por lo visto) dejan que los profesores enseñen. ¿En qué quedamos? Si los padres han abdicado de sus responsabilidades educativas ¿por qué hay que consentir que impidan que los maestros eduquen a las criaturas? Es un contrasentido. Los hijos abandonados por sus padres son inmediatamente tutelados por las entidades públicas correspondientes. ¿Por qué no proceder de igual manera en el ámbito educativo? Es cierto que lo deseable es que la familia se haga cargo de la educación de los suyos, pero cuando esto no sucede ¿qué hacer? Encomendar a otros (en este caso a los profesores) el menester, más aún cuando, como ahora, hemos tenido que llegar al punto de que los niños hostien (con perdón) a los profesores.

Como ya he comentado en este mismo sitio, el eje sobre el que tiene que reconstruirse la educación y la enseñanza es el de la autoridad. Una vez comprobados con datos más que de sobra, cuáles han sido los resultados del progresismo educativo, la felicidad infantil y la educación rousseauniana, no queda más remedio que desacreditar definitivamente y por siempre la enseñanza comprensiva. En fin, no se trata tanto de los contenidos de la enseñanza como de las formas.

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