06 enero 2007

LA CUESTIÓN TAURINA. Sociedad

Desde que tengo uso de razón, recuerdo haber presenciado el debate sobre la fiesta nacional española. Supongo que también mis padres, aunque menos, y mis abuelos, aunque muchísimo menos, recuerdan esta vieja polémica. La cuestión es que, de vez en cuando, a algún iluminado le da por embestir contra las corridas de toros como si fuera el genuino representante de la sensibilidad mundial. La última ocasión que se ha aireado el tema fue a propósito de unas declaraciones (privadas) de la Ministra de Medio Ambiente, las cuales, supongo, no tenían otra finalidad que la de aplacar la emotividad de su interlocutor/a. Supongo esto porque tanto desde el PSOE como desde la mismísima Izquierda Unida (¡!) se salió al quite de esa querencia tan medioambiental de censurar la muerte del toro en el ruedo.

Una de las cosas que más me llaman la atención del asunto son los argumentos que emplea la gente para justificar la vigencia de las tardes de sol y sombra. Unos se arriman a la cultura patria, otros a la tradición de la tauromaquia ibérica representada allá en Altamira, etc. Estos argumentos son, o deberían ser, lo bastante sólidos para que la cuestión taurina quedase zanjada. Pero no parece que sea así. Lo primero que cabe objetar a estos burladeros argumentales es que la tradición, en España, no debería fundar ninguna actividad ancestral, por muy perteneciente a nuestra cultura que sea. Que la fiesta del toro forme parte de nuestro acervo popular no se pone en duda; ahora bien, que su vigencia se justifique (sólo) por razones puramente consuetudinarias, me escama más. A mi juicio, ninguna tradición, por remota que sea, justifica su vigor por sí misma. No olvidemos que las polémicas sobre las vigencias suelen originarse a causa de las reticencias morales o estéticas de quienes las denuncian. Lo más común es que se pongan en solfa las costumbres nocivas, es decir, aquellas que por los motivos indicados causan nausea, reparo o un pudor insuperable a quien lo padece. En esta categoría de vigencias supuestamente inicuas estarían la fiesta taurina, el boxeo, la caza, etc. Entiendo perfectamente que haya personas que aborrezcan los toros, que les ofenda la violencia del boxeo, o que califiquen de crimen la caza de animales salvajes.

Por el contrario, las menos de las veces, lo que se censura (e incluso se autocensura!) son las tradiciones inocuas, es decir, aquellas otras que, en principio, no trasgreden ni la moral, ni la sensibilidad, ni el decoro de los que lo contemplan. Son, como digo, casos muy marginales pero de reciente e inquietante proliferación. Es el caso de la de la Navidad católica.

El criterio sensible.

Como se habrá observado, la palabra clave en todo este embrollo ético y moral de la fiesta taurina es una palabra citada aquí ya varias veces pero que seguro que se habrá pasado por alto: sensibilidad. Esta es la palabra y el criterio clave. La muerte del toro, tras intentar aturdirlo, envararlo, haberlo banderilleado y engañarlo, es una cuestión de sensibilidad. De sensibilidad general, o mejor: de sensibilidad nacional. Pero ¿qué quiero decir con esto de la sensibilidad?, ¿nos estamos refiriendo a la sensibilidad del toro (como alegarían los ecologistas), a la del torero (como harían los miembros de este heroico gremio), o la del público? Me refiero, naturalmente, a la sensibilidad del público, pues el público es quien juzga, quien alaba o denuesta este espectáculo. La sensibilidad del toro la juzga el público, no el propio astado, como es lógico. Aunque eso no implica que el morlaco no reaccione ante su sensibilidad, que la tiene, claro, pero sólo física. El toro no juzga si es moral o inmoral que lo linchen. Me refiero a la sensibilidad moral, la que hace que unos adoremos esta fiesta y que otros la abominen. Sí, en efecto, me encantan los toros, disfruto con una gran faena, con un Cebada noblón, de casta y entrega. Esto no me inhabilita (espero) para ensayar sobre este dilema moral.

La sensibilidad como argumento antropológico.

Como digo, sensibilidad. El ser humano es sensible, tanto física como moralmente, hacia una infinidad de cosas, aunque (y esto es lo más importante) cada vez hacia menos. El hombre se adapta al medio, si no, no existiría (es una cuestión puramente antropológica). Cuando se nace, el niño tiene una sensibilidad extrema, todo le incomoda: el frío, el calor, el ruido, el hambre, el sueño e incluso el aburrimiento. Todo eso le duele, una veces física y otras veces moralmente. A medida que la persona se desarrolla va adaptándose a todo lo que le sucede, se acomoda al medio, y esto supone que deba insensibilizarse con lo que antes le resultaba lesivo. Al adulto, en circunstancias normales, no le duele el frío, ni el calor (aunque en ambos casos los puede soportar con mayor o mejor disposición), tampoco se echa a llorar cuando escucha un sonido estridente o cuando no haya comido hace horas (aunque le afecte), y tampoco se deprime irreversiblemente cuando se aburre. Todo esto le sucedía cuando era niño, más adelante se adapta y se insensibiliza hasta cierto punto ante estos fenómenos.

Con la muerte del toro sucede lo mismo. No nos engañemos, estamos acostumbrados a ver morir a la res en el coso y no solemos poner reparo alguno a ello. Es más, llega un punto en el que se contempla como algo perfectamente natural. La sensibilidad humana no execra esto porque se ha insensibilizado ante ello. No se pretenda deducir de esto que la insensibilización es el antídoto de la sensibilidad más sutil. No se deduzca que la insensibilización es el camino necesario de la sensibilidad. Al contrario, son muchos los que no están dispuestos, ni en condiciones, de tantear este supuesto antídoto. A unos les ocurre con los toros y a otros con el boxeo o con la prostitución callejera. Sin embargo, para que usted pueda comprobar por sí mismo esta adaptación al medio por la vía de una determinada insensibilización le propongo un ejemplo. Todos hemos visto por televisión a los niños de los países africanos en guerra. Hemos podido comprobar, con verdadero espanto, cómo criaturas que no superan siquiera la decena de años esgrimen sus fusiles como si de una GameBoy se tratara. Esto, que seguro que a usted le ha pasado, también nos ha sucedido a todos, pero aún hay más. Imagine cómo vislumbran esos mismos niños la muerte, la violencia y las violaciones humanas más atroces de las que ellos mismos son protagonistas, sea activa o pasivamente. Imagine qué sensibilidad pueden tener frente al asesinato, la sangre o la vida humana. Están absolutamente insensibilizados frente a todo lo que nosotros querríamos no estarlo nunca, aunque si tuviéramos que ponernos en su pellejo lo haríamos con la misma presteza que ellos, no lo dude.

Este es una caso extremo en todos los sentidos, pero creo que lo suficientemente elocuente como para demostrar que entre un teórico horror y la asunción del mismo como una realidad a lo sumo desagradable existe un eslabón insoslayable: la sensibilidad, o la sensibilización. O a la inversa, la insensibilización. Insisto, no nos engañemos, el hombre se adapta al medio, a las necesidades, e incluso al teórico horror. La lidia taurina está integrada en la sensibilidad humana (especialmente la española), porque forma parte de nuestra cultura, de nuestra vida, de nuestra iconografía, de nuestra realidad. Puede que los aficionados seamos un tanto insensibles… pero no creemos defraudar ningún dogma ni ético ni moral. Esta es la justificación de la fiesta nacional, y la razón de que nuestra sensibilidad esté trascendida por un traje de luces, un caballo, la garrocha, el capote, el trapo rojo y el acero semicurvo con el que el torero da muerte a su enemigo en la arena.

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