
En esta tesitura se encuentran los rateros, esos que roban carteras en las aglomeraciones del centro de la ciudad. Los trileros, esos otros que, en vez de ganar dinero trabajando como el común de los mortales (las “formas normales de vida”), se dedican a estafárselo a algún infeliz. Los asaltadores de chalets, cuyo modus vivendi no es otro que el allanamiento, la brutalidad, el asesinato y el desvalijo. O el de todos aquellos que, como los okupas, en vez de “vivir de una forma no alternativa” (o común), se dedican a aprovecharse de lo que no es suyo para parasitar la sociedad, bien entendido que la usurpación de inmuebles es una conducta sancionada penalmente (art. 245 C.p).
En mi época, aquel que incurría en un este tipo de actitudes tipificadas penalmente se llamaba delincuente. Ahora no. Ahora todo aquel que cumplimente cualquier delito tal y como lo describe el Código Penal, ya no es un delincuente ni nada por el estilo, sino “una persona que vive alternativamente”. Si el delito de usurpación es justo o no, es una cosa que no me corresponde juzgar a mí (aunque así lo creo, es decir, creo que su vigencia está perfectamente justificada), pero lo que no es admisible desde ningún punto de vista es que cuando nuestra progresía de balconcillo se quiere hacer la moderna (un poco más) se limite a decir lacónicamente que los okupas son “formas alternativas de vida”, porque si esto es así, supongo que la señá Trujillo no tendrá inconveniente en dejar que le okupen en ese despacho tan bonito y amplio que tiene… ¿no?
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