22 septiembre 2006

ALIANZA DE RELIGIONES. Política

Aunque todos traten de poner ahora la tirita sobre la hemorragia (incluido ZP), no queda más remedio que admitir que el Papa metió la zarpa hasta el garganchón. Que sí. Nada de interpretaciones a posteriori propias de la perspicacia de Pepiño Blanco. Otra cosa es que los musulmanes sean una sociedad religiosa especialmente sensible en lo que toca a sus temas de culto, pero las cosas son así y hay que preverlas para no tener que lamentar luego.

La solución de nuestro queridísimo presidente a todo este cisco ya sabemos que pasa por una supuesta alianza de civilizaciones. Idea nada original, pero que parece haber tenido suficiente eco en los mentideros progresistas. Tal alianza sólo tiene una insignificante pega: que las civilizaciones llamadas a aliarse deben civilizarse a sí mismas previamente. O mejor, que tienen que adecuar su mentalidad al primer mundo, al mundo occidental. No tengo inconveniente alguno en que el Islam quiera (o pretenda) seguir viviendo en el medievo. Me da igual. Ahora bien, que nadie pretenda que una cultura con mil años de retardo tenga posibilidad alguna de aliarse con la del siglo XXI. No es este el sitio para loar las bondades de nuestra civilización pero lo cierto es que es a la que hemos llegado. Nada o casi nada puede ir ya hacia atrás. Qué progre soy, coñe!

Descartada, intelectual y prácticamente, la alianza de civilizaciones, sólo queda, creo, una opción nada baladí. La alianza de religiones. ¿Por qué propongo esto y rechazo aquello? La razón es simple. La alianza de civilizaciones exige, como hemos visto, que las civilizaciones compartan un mínimo aliable, cosa que no sucede. En cambio, si se tratase de lograr un diálogo entre religiones la cosa sería distinta. El Islam y la Iglesia Católica, por poner sólo dos de los casos en liza, están (con ciertos matices) tan lejos de nuestro tiempo la una como la otra. Son sistemas fósiles, creencias seculares, credos momificados. Dignas de todo el respeto, pero igual de vetustas, cerradas y arcaicas. Sólo entre ellas puede llegarse a un entendimiento de mínimos, o sea, de respeto mutuo. Si añadimos a esto que los países islámicos suelen ser Estados teocráticos, podemos esperar, con cierta cautela, que el encuentro de las grandes religiones pueda repercutir sobre esos Estados, y éstos, a su vez, en sus relaciones con los otros.

Sé que esto es más bien difícil, y también sé que el traslado de este diálogo a los respectivos territorios del Islam es aún más complicado. Pero si no se hace nada en este único sentido, puede que tengamos que padecer las secuelas de este choque de civilizaciones durante mucho tiempo.

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