14 septiembre 2006

EL ASUNTO RUBIANES. Política

La figura de Pepe Rubianes se ha convertido en los últimos días en el reclamo de un nuevo episodio de “las dos Españas”, que tanto gusta (y conviene) a algunos. El asunto trae causa de unas declaraciones que hizo el actor meses atrás en la televisión catalana en las que, sacudido por el jaleo y la aclamación del publico allí presente, se despachó con unos cometarios (un auténtico libelo verbal y soez) contra España. Entre las alhajas de su discurso se decían cosas como estas: “A mí la unidad de España me suda la polla por delante y por detrás; que se metan ya a la puta España en el puto culo, les explote dentro y les queden los huevos colgando de los campanarios. Que vayan a cagar con la puta España y dejen de tocar los cojones, y se vayan a la mierda con el país este…”.

Después de esto (de lo que, por cierto, no tengo noticia de que los que ahora le defienden lo hicieran en su momento) Rubianes no representará por fin la obra que había programado en Madrid para las próximas fechas. Da igual que haya sido Gallardón el artífice del veto o que haya sido cosa del propio actor. La cuestión de fondo es la de si resulta oportuno censurar su obra “Lorca eran todos” al hilo de estos exabruptos.

La libertad de expresión es un derecho fundamental, como todos sabemos, pero que está jalonado por una serie de límites. Nuestra “progresía de pegatina y Audi” olvida de vez en cuando esto. Más bien, lo olvida deliberadamente cuando le conviene. Consideran intolerable que se repruebe la función del gallego sólo porque haya hecho uso de uno de los derechos que le corresponden. Sin embrago, la izquierda patria debería, aunque fuera una vez al año, ser mínimamente autocrítica. Dejarse de los eslóganes de asamblea parisina sesentera y ponderar no sólo la supuesta plenitud de la libertad de expresión, sino ante todo, la posibilidad de que dicha libertad se haya pillado los dedos. No olvidemos, por otro lado, el silencio que han mantenido cuando figuras como Rajoy, Boadella, Espada, Juaristi o Vidal Quadras han intentado dar una conferencia en Cataluña sin pronunciar “putada” alguna.

La libertad de expresión tiene como límites, como casi todo, la Ley, la moral y el orden público. Es decir, si un imputado amenaza e insulta al tribunal que le juzga, aquel será acusado de amenazas y desacato. El límite, pues, de su libertad será en este caso la Ley. Cuando, por contra, alguien manda a tomar por culo a “la puta España”, lo que está es atentando contra la institución estatal a la que el ofensor debe todo lo que es, tanto lo bueno como lo malo, quiera o no. Esta expresión, pues, pugna frontalmente con la moralidad española y con el orden público. Es cierto que con ser ello así, no habrá que imponérsele necesariamente una sanción legal a Rubianes. Legal no, pero sí social. La sociedad ofendida rechaza a sus ofensores. Pura lógica y congruente reciprocidad. Esto lo explica la Teoría General del Derecho: existen dos tipos de sanciones, las de naturaleza legal (en las que no ha incurrido Rubianes) y las de carácter ético, moral o social, que llevan aparejada una sanción de este mismo tipo aunque, eso sí, imprecisa y más difusa. Pues bien, el actor antiespañolista, a lo sumo, debería soportar un castigo de esta segunda especie, ya que la sociedad española, en general, y la madrileña, en particular (permítaseme generalizar), no entiende que un personaje con esta actitud pretenda estrenar la obra teatral que dirige en el Teatro español; en la capital de (la puta) España; gobernada por los herederos de los que asesinaron a Lorca; en la España “charanguera, de escupitajo y gomina, inculta y reaccionaria, culturalmente miserable; cavernícola y fascista”, como dice el propio Rubianes. No se entiende que recurra a un teatro de titularidad municipal de la “capital de mal” para representar su función. Es, cuando menos, no ya una provocación (como podrán sostener algunos) sino un ejercicio de incoherencia culturalmente miserable (por parafrasear al interfecto).

En fin, las palabras del actor gallego no deberían quedar sin una reacción social que desaprobara su conducta. En caso contrario nos encontraríamos ante ese adagio castellano que reza aquello de: “Encima de puta (nunca mejor dicho), poner la cama”.

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