Intento escribir sobre el huracán desde hace días, pero las noticias no dejan de granizar calamidades. En cualquier caso mi reflexión es simple: es insólito que el primer país del primer mundo pueda responder así ante una tragedia de esta dimensión. Han pasado varias jornadas hasta que los efectivos de rescate se han afanado en el salvamento de las víctimas. Cuatro y cinco días de caos absoluto, de cadáveres a la intemperie, de muertos inanes o tiroteados, de bebés sedientos y de madres descompuestas por su llanto. Casi un semana entera entre los restos del tifón, entre las bandas de adolescentes armados, entre el olor fecal de la disentería rampante, entre el revoloteo de los insectos antropófagos, y con la sensación de que tu país te ha defenestrado al albur de la providencia. No les basta con suplicar ayuda de rodillas, es demasiado tarde, lo único que pueden hacer es rezar.
No creo que nadie culpe a Bush de que la fuerza de la naturaleza les haya tendido esta trampa a los americanos. Ahora bien, lo que no tiene discusión es que este hecho le ha dejado como la especie de cretino que parecía efectivamente que era. Desconozco la capacidad logística de los Estados Unidos, pero es suficiente aplicar el sentido común para darse cuenta que cualquier gobernante minimamente responsable hubiera lanzado un contingente de helicópteros, zodiacs, militares y médicos lo suficientemente amplio como para sobrevolar y planear todos los rincones de Nueva Orleáns. De eso no me cabe duda.
Las imágenes que hemos visto estos días han evidenciado que EE.UU es un país del primer mundo con una Administración del tercero, que antepone la liberación de civilizaciones lejanas a proporcionar un biberón de leche para un recién nacido.
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