12 enero 2008

LA CULPA, DE FRANCO. Educación

El informe PISA publicado a primeros de diciembre de 2007 ha vuelto a dejar en evidencia nuestro sistema educativo. No satisfechas las encuestas con la calidad de la enseñanza de nuestro país, el Programa para la Evaluación Internacional de los Alumnos constató que nuestros quinceañeros están a la cola en comprensión lectora, ciencia y matemáticas. Conviene tener en cuenta que en esta evaluación sólo participaron 10 Comunidades Autónomas, quedando al margen algunas de las tradicionalmente más excelentes como Madrid, y varias de las más deficientes en casi todo como Extremadura, Castilla-La Mancha, Canarias, Ceuta y Melilla.

El Gobierno Inmune de Zapatero ni siquiera tragó saliva ante estos resultados. Se limitó a decir que “son mejorables” (Mercedes Cabrera) y que “nuestro sistema educativo no ofrece un mal rendimiento, el problema es que hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que teníamos” (Zapatero). Vamos, que la culpa es de Franco. Somos, mejor dicho, nuestros hijos son víctimas de la malformación de sus padres, o sea, nosotros; y nosotros, a nuestra vez, de los nuestros, o sea, de nuestros padres, que esos sí se educaron en el diabólico franquismo. Causalidad completada: la culpa es de Franco.

Cualquiera con un mínimo de antecesores en la familia con formación escolar o académica, incluso con progresistas recalcitrantes como es mi caso, sabrá por sus mayores que el “sistema de Franco” era infinitamente mejor que el de la EGB. Mi generación fue, para que se hagan a la idea, la de los diagramas de Venn y los conjuntos. Neopedagogía que nada nos aportó a los de mi quinta, salvo la pérdida de tiempo. De ahí en adelante, el progresismo pedagógico -a través de la LOGSE- ha hecho estragos dando al traste con la generación anterior, la mía, y la anterior, la de mis padres. Sí, la de Franco. Como comentaba Bruno Aguilera en ABC (10-XII-2007):

“En el PSOE la indignidad ya raya en desfachatez. Pues dicen que la culpa es de los padres, que somos unos mantas porque nos educamos bajo el franquismo. Como argumento propagandístico no está mal, aunque tiene el pequeño inconveniente de que es lisa y llanamente mentira. Primero porque la mayoría de los padres actuales se educaron cuando Franco ya había muerto. Y segundo porque el nivel educativo durante el franquismo era muchísimo más elevado que el actual”.

La entrevista que hizo Juan Cruz a la Ministra del ramo en El País (8-XII-2007) sólo evidenció algo que desconocíamos muchos: que la señora Cabrera sería capaz de negar que llovía el día que Noé fletó el Arca, o como dijo aquel: estaba hablando como esos entrenadores que pierden y elogian al equipo. ¿Cuál fue su sensación cuando recibió los datos?, preguntó el entrevistador, a lo que respondió ella:

“Estamos en el grupo de de los países más desarrollados de la OCDE”.

Teniendo en cuenta que España estaba 18 puntos por debajo de la media de la OCDE en matemáticas, a 31 en lectura y a 12 en ciencias, no parece que la contestación de la Ministra fuera precisamente muy objetiva. Por si fuera poco añadía: “Y no estamos empeorando”. No, simplemente, perdíamos 5 puntos respecto a 2003 en matemáticas, 20 en lectura y ganábamos un maravilloso punto en ciencias. Si el valor ponderado de este punto que ganábamos respecto a 2003 era superior, según las estimaciones de la Ministra, a esos otros 25 puntos perdidos en aquellas otras dos materias (5+20) las cuentas cuadraban. Si por el contrario se valora el “saldo neto” respecto al de 2003 la cifra es de “-24 puntos”. Lo que no es precisamente un indicio de “no haber empeorado”, como sostenía la señora Cabrera. Las explicaciones de la Ministra fueron de lo puramente peregrino a lo grotesco pasando por las falsedades flagrantes:

“El informe PISA distingue por áreas; y nosotros estamos en el área mediterránea, y ahí estamos por delante”.

El que no se consuela es porque no quiere, o como suele decirse: “mal de muchos…”.

“Los centros escolares necesitan identidad propia”.

Como si la identidad propia (¿?) de los centros fuera a paliar la hecatombe en la que se encuentra sumida la educación.

“El sistema educativo español ha sido capaz de responder a los retos que ha tenido esta sociedad en los últimos 30 años”.

Afirmación simplemente falsa. O:

“Lo peor del sistema educativo es la imagen que tiene, y que no se corresponde con la realidad”.

Como si el problema de la educación fuera una cuestión meramente estética.

Tampoco se olvidó Cabrera de la consigna de su jefe de filas:

“Los grandes avances en la educación de este país se han producido en las últimas 2 o 3 décadas. Hemos tenido un gran colapso educativo que duró mucho tiempo”.

Dicho de otra forma: la culpa es de Franco y el progresismo ha implantado un sistema educativo magnífico que, eso sí, aún tiene que mejorar algo… Contradecir la palabra del progresismo sólo genera, según la ministra, crispación:

“El pacto entre los partidos tendría que consistir fundamentalmente en no utilizar la educación para tirarse los trastos”.

O sea, que criticar la LOGSE y la LOE es ilegítimo y además no ayuda a un supuesto pacto de Estado entre no se sabe quién. El colmo de la desvergüenza se produciría cuando tanto Zapatero como la Ministra del ramo aseguraron semanas después que no se aprobaría ninguna norma de carácter educativo en lo que quedaba de legislatura. Postura que aunque, razonable desde el punto de vista del momento, era precisamente lo contrario de lo que se esperaba del Gobierno tras varapalo del informe PISA.

Un par de semanas después, el Ministerio de Educación invitó al director del Informe PISA para dar una conferencia que aclarara las incógnitas -es un decir- que el estudio arrojaba sobre nuestro modelo educativo. Andreas Scheleicher, otra lumbrera, recalcó que el sistema de la repetición de curso es indeseable porque “consume muchos recursos y es poco productivo” y que lo que se necesita es que cada alumno tenga una atención personalizada; o que la razón de que los alumnos no entiendan lo que leen se debe a “un sistema que promueve la memorización de conceptos y su repetición”, cuando una de las pocas cosas ciertas de nuestra educación es que ha arrumbado la memoria hasta la inconsecuencia más temeraria. Eso sí, tranquilizó al auditorio cuando aclaró que “no es que los alumnos sean incapaces de leer, sino que les cuesta reflexionar, extrapolar y sacar con colusiones”. Uf, menos mal. Por un momento pensé que la “capacidad lectora” consistía en descifrar los signos gráficos, o sea, las letras, independientemente de su significado. Tras sus afirmaciones no quedaba otro remedio que llegar a la conclusión que los datos del famoso informe eran tan poco creíbles como el discurso de su máximo responsable.

La opinión de algún otro “experto” supuestamente afecto al sistema fue desternillante. Antonio Bolívar, catedrático de didáctica y organización escolar, comentó los resultados del PISA en El País con una indulgencia más que generosa observando que dicho informe:

“No es una liga de clasificación, al modo de fútbol, para ver en qué puesto se ha quedado”.

Menos mal, porque si así fuera sería como negar que los tres últimos clasificados en la liga de fútbol no tengan que descender. Sin conocer al exégeta de El País, deduje que se trataba del típico maestro que les dice a sus alumnos eso de que los exámenes no son importantes y que sólo sirven para “evaluar la progresión académica del alumnado”. Todo para que no se estresen, no vaya a ser que si estudian más de una hora al día se traumaticen de por vida. Recordaba a las palabras de El Criticón de Gracián:

“Consuélase aquel de no estudiar y dice que no piensa cansarse, pues no se premian letras ni se estiman méritos. Escúsase éste de no se hombre de substancia diciendo que no hay quien lo sea”.

¿Cómo que el informe PISA no era un ranking para ver en qué puesto se ha quedado? Las conclusiones de la prueba vienen recogidas en una lista de 57 países en la que hay un número 1 y un número 57, es decir, un primero y un último. El mejor y el peor. ¿O nos intentaba explicar lo que significa aparecer en el primer puesto de una lista o en el último? ¿O acaso, dado que no se trata de ninguna clasificación según él -que lo era-, es indiferente quedar el primero que el último? A tenor de los argumentos que ofrecía, parecía que sí: “Más que pretender hacer un ranking, [el informe] analiza el rendimiento de estudiantes de 15 años en ciencias, lectura y matemáticas”. Intentar salvarle la cara a nuestro sistema educativo por la vía absurdo-reduccionista las causas de su éxito no era una buena idea. El hecho de que el examen de PISA se redujera a niños de 15 años y a las citadas materias si bien arroja unos resultados desoladores no ofrece dato alguno para restarle credibilidad. Según la interpretación de Bolívar, no hay que alarmarse porque un puñado de quinceañeros sean unos tarugos, y exclusivamente en esas tres insignificantes disciplinas (ciencias, lectura y matemáticas). “Sin alarmismos, que conducen poco lejos” -apuntaba-. Pero si el Gobierno Central carecía motivos para sacar pecho –aunque sí para sostener las excusas más inverosímiles- a la Comunidad de La Rioja, líder absoluta en todas las áreas evaluadas, le faltó el tiempo para enviarnos un tríptico en el que se reflejaban las maravillas del sistema educativo riojano, envidia, supongo, de todas aquellas autonomías que pretendiendo ser más que las demás se han dedicado a descuidar lo más importante del Estado social: la educación. “Tampoco conviene depreciar los datos ricos que aporta”, añadía a continuación. De forma admirable, Antonio Bolívar, supo entresacar en las primeras líneas de su columna varios mensajes positivos de donde no había nada que sacar:

1) El informe PISA no es un ranking, o sea, da igual quedar primeros que últimos.
2) Valora sólo a los chicos de 15 años, lo que supone que no demuestra prácticamente nada de nuestro sistema educativo.
3) Se ciñe exclusivamente a las ciencias, la lectura y las matemáticas.
4) Lo peor que podemos hacer es alarmarnos por ello.

La falta de motivos de alarma venía avalada por los “altos niveles de equidad” de nuestro país. Se preguntará usted qué significa esto. La “equidad educativa” es una expresión fantástica. El nivel de equidad, por lo visto, no quiere decir otra cosa que las diferencias entre los mejores estudiantes y los peores no son elevadas. La equidad, según esto, da lugar a lo “educativamente justo” -permítaseme el retruécano-. Y a su vez procede de la justicia. Para que nos entendamos: un sistema equitativo es un sistema justo. Pero la equidad del sistema educativo no tiene nada que ver con la equidad en sentido estricto. Para cualquier profano -y yo lo soy-, equidad educativa debería suponer dos cosas: primero, igualdad de posibilidades para todos, es decir, que cada uno tuviera lo que le corresponde, o sea, una educación de calidad hasta el momento que estuviera dispuesto a recibirla; y segundo, dar a cada uno lo que le corresponde, es decir, al alumno brillante sobresalientes y al vago ceros. Sin embargo, la “equidad educativa” no tiene que ver nada con ello. Tiene que ver con la equiparación -que no equidad- entre las notas de los alumnos. Lo lógico sería que un sistema educativo equitativo fuera aquel que diera a cada uno lo que le corresponde. Al niño que estudia mucho un sobresaliente y al que hace pellas un cero. Pero, insisto, no es así. La equidad educativa se refiere a la equivalencia entre los alumnos, es decir, a lo iguales o desiguales que sean académicamente. Sí, es extraño, pero por lo que se ve, en la jerga neopedagógica es así. El principal problema que presenta extrapolar la equidad a lo que no tiene nada que ver con ella es que deja de ser equitativa, si acaso uniformadora, pero no justa. La cuestión es que el uniforme tampoco tiene nada que ver con la equidad. Tendrá que ver, a lo sumo, con ser iguales, pero no con ser justos y equitativos. Un lío. Bueno, nada de lío, sino un puré de conceptos orientados exclusivamente al confusionismo.

En cualquier caso, en equidad académica, como observaba Bolívar, somos unos fenómenos: nuestros adolescentes tienen un nivel bastante parecido. La pega es que no son igual de brillantes sino igual de mendrugos. Como señalaba Xavier Pericay en ABC (16-XI-2007):

“¿Más iguales? Tal vez, pero en ignorancia”.

Como decía muy elocuentemente la noticia aneja al artículo de nuestro catedrático “el problema es que apenas tenemos alumnos en los niveles más altos de resultados”. Que, en efecto, es un problema, pero nada de lo que alarmarse. La solución que proponía el columnista era “centrarse en incrementar la calidad y la excelencia del sistema (sic), especialmente en aquellos puntos en que PISA denota graves deficiencias”. El desconcierto entonces era absoluto: ¿existen graves deficiencias, o no? ¿Deberíamos alarmaros en tal caso, o no? Deduje que no. Si tenemos la solución no hay de qué alarmarse. Y si se vuelve a fallar tendremos más soluciones que evitarán de nuevo la alarma. En cualquier caso, resulta irónico que tras constatar la ruina del sistema, lo único que estén dispuestos a ofrecernos los ideólogos del mismo sea “incrementar la calidad y la excelencia”, cuando ni aquella ni ésta han sido jamás ni para la LOGSE ni para la LOE los ejes de la educación. Bien pensado puede que las coartadas de los exegetas del PISA tuvieran una gran parte de razón en aquello que decía Edwin Collins: “Things can only get better”. Si el incremento de la calidad y la excelencia se refería a que las cosas sólo podían ir a mejor, acepto la tesis del Ministerio y sus acólitos, aunque soy tan escéptico en ello que, aun con todo, pienso que las cosas aún pueden empeorar. Bolívar coincidía con Zapatero al decir que:

“La mejora del entorno cultural, con los déficit históricos que arrastramos, es un proceso lento en el que habrá que incidir con políticas agresivas compensatorias en los próximos años”.

De nuevo el déficit histórico en el que parecer ser nada ha tenido que ver la LOGSE, sino Franco. Otra vez la excusa recurrente de la lenta evolución del lento proceso (de la democratización republicanista de España, se entiende) que reinstauró Zapatero y que en sus primeros 4 años de legislatura, lógicamente, no le dio tiempo más que a aprobar una espléndida Ley (LOE) que culminaría definitivamente la democratización efectiva de nuestra pobre patria hipotecada en su excelencia escolar por el Gobierno de Aznar y por Franco. Y concluía su reflexión con esta enigmática frase:

“PISA muestra que, en educación, lo que importa finalmente es el aprendizaje conseguido, objetivo último de toda la política educativa”.

Ignacio Camacho revelaba la solución a todo este dislate pedagógico con su agudeza habitual la siguiente manera:

“Pero no hay que inquietarse: el Gobierno del buen rollito y el ansia infinita de paz ha encontrado la panacea del progreso docente, el antídoto pedagógico de eficacia universal, el formativo bálsamo social que borrará las huellas del descalabro y hará de nuestros escolares una muchachada culta, talentosa, capacitada y feliz, orgullo del presente y dueña del futuro. Se llama Educación para la Ciudadanía. Estamos salvados”.

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