
Me parece perfecto que se nos quiera otorgar a nosotros una facultad para impedir que otros nos obliguen a respirar el humo que liberan, pero lo que ya no me cuadra es que eso sólo se consiga mediante dos palabras: “prohibición absoluta”. Las prohibiciones en bloque y de golpe no conducen ni a la fácil asunción del mandato de la norma ni a su eficacia. Es más, las “prohibiciones absolutas” suelen generar en los sujetos proscritos una especie de conciencia de insumisión firme que les hace oponerse con mayor afán a la prohibición. La solución, pues, en mi opinión no es la “prohibición absoluta” en masa, sino la de una prohibición paulatina y escalonada que vaya asumiéndose con naturalidad por todos (fumadores y no) y que, naturalmente, comience con la prohibición de fumar en los espacios más sensibles. Eso es lo que ha venido sucediendo hasta hoy, por eso no entiendo el por qué de una ofensiva tan amplia contra la “libertad de fumar”. Primero fueron los centros de salud y hospitales, luego los centros oficiales, más tarde los transportes públicos y ahora… todo! No, así no se hacen las cosas. A pesar de que servidor estaría encantado con que no se fumara en los bares, la prohibición, siquiera sobre el papel, me parece ridícula al menos en lo que se refiere a cantinas y tabernas. Eso sí, los restaurantes tendrían que ser sagrados. Pero no ya a partir del 1 de enero, sino desde la época de Carolo. Un lugar destinado a comer envuelto en humo es lo más repugnante que se puede padecer. Es equivalente a plantar un chusco de perro en mitad de la mesa. Por ahí habría que empezar, y no por la “prohibición absoluta en bloque”. A partir de restricciones parciales es como se logran los “espacios libres de humos”, pero no mediante penalizaciones grotescas.
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