25 julio 2005

LA NUEVA SEPARACIÓN Y DIVORCIO. Sociedad

La nueva regulación de la separación y del divorcio ha introducido en nuestro sistema matrimonial ciertas innovaciones de singular interés. El análisis de estas novedades permite remontarnos al origen de la institución de la ruptura matrimonial en sus distintas formas y épocas. Como sabemos, la gran mayoría de las figuras de nuestro Derecho Civil actual procede, con más o menos variaciones, de la regulación que les dio lo que hemos denominado “Derecho Romano”, es decir, aquel que se desarrollara entre los siglos III a.C y VI d.C. Por eso creo que resulta bastante atractiva la recopilación de estos antecedentes para poder ubicar a nuestra legislación en el tiempo y en el espacio.

I. EL DERECHO ROMANO.
A pesar de que la separación y el divorcio (y sobre todo este segundo) no hayan tenido entrada en los sistemas jurídicos modernos hasta hace pocos siglos, los romanos ya contemplaron la posibilidad de que los cónyuges pudieran dar por concluida su relación (el conubium) a partir de ciertos presupuestos y cumpliendo unos requisitos concretos.
El Digesto distinguió entre el divortium y el repudium, según que la disolución del vínculo afectivo fuera solicitada por ambos esposos o por uno solo de ellos, respectivamente.

El emperador Constantino, en el año 331 sancionó de forma severa al cónyuge que se divorciase unilateralmente, fuera de las tres justas causas que describía a continuación, a saber: para la mujer, cuando su marido era homicida, o violador de sepulcros o envenenador; y para el marido, cuando la mujer fuese adúltera, envenenadora o alcahueta. Fuera de estos casos, la mujer que rompiera el matrimonio perdería la dote, debería abandonar todos sus bienes en la casa del marido y sería deportada. Por su parte, el marido que se repudiase a su esposa sin justa causa debería restituir la dote y si se casase una segunda vez, su anterior consorte podía ocupar la casa familiar e incluso adueñarse de la dote de la nueva mujer de su ex marido.
En cambio, el divorcio bilateral era plenamente libre sin que conllevara castigo alguno. Este mismo sistema sería continuado por los sucesores del citado emperador: en concreto por Honorio y Constancio II, que si bien declararon la inadmisibilidad del divorcio también incorporaron unas iustae causae semejantes a las de su antecesor. Así, la mujer que se divorciaba sin justa causa perdería la dote, las donaciones nupciales, además de no poder contraer un nuevo matrimonio y quedar sujeta a la deportación perpetua. La situación del marido que se divorciaba sin justa causa aún era más curiosa ya que debía devolver la dote, la donación nupcial y para colmo sería condenado al celibato perpetuo. Estas disposiciones serían luego atemperadas por emperadores posteriores como Teodosio, Teodosio II, Valentiniano y Anastasio.

La última época del Derecho Romano, representada en esencia por la compilación de Justiniano (el Corpus Iuris Civilis), introdujo la figura del “divortium bona gratia”, es decir, aquel divorcio unilateral que no comportaba sanción para ninguno de los cónyuges siempre que concurrieran unas determinadas iusta causae, y que más adelante serían sucesivamente modificadas en sus famosas Novelas o Novellae.

II. EL DERECHO MODERNO.
El divorcio, tal y como lo hemos venido concibiendo hasta hoy, aparece en las legislaciones europeas a partir de la Edad Moderna, en contraste con la legislación matrimonial canónica (que durante siglos había estado vigente en occidente) y como una clara reacción racionalista y positivista frente a las concepciones iusnaturalistas de la Escolástica.

Desde que Lutero respondiera afirmativamente la consulta de Felipe de Hesse, que pretendía repudiar a su esposa, el divorcio fue acogido a partir del s. XVI en los países protestantes, comenzando por las Provincias Unidas de Holanda allá por el año 1580. Estas ideas sintonizaron con las de la Escuela del Derecho Natural racionalista y propiciarían la plena admisión del divorcio.

También en ciertos países católicos, los filósofos de la Ilustración criticaron la indisolubilidad del matrimonio en consideración a la libertad de los esposos. Sus ideas, en concreto las de Montesquieu y Voltaire, inspirarían la legislación divorcista de la Revolución, ya que la Constitución de 1791 calificó al matrimonio como un contrato civil que, como cualquier otro, podría ser disuelto por el común acuerdo de quienes lo habían celebrado. Al año siguiente, una Ley de 20 de septiembre de 1792, introdujo la figura romana del repudio, en el caso de que existiera incompatibilidad de caracteres entre los cónyuges.

III. EL DERECHO ESPAÑOL.
En España, la codificación, es decir, la ordenación de los cuerpos legales a través de obras articuladas sistemáticamente, se desarrollaría a partir del movimiento legislativo europeo surgido de la iniciativa revolucionaria francesa. Así, como ya sabemos, nuestra primera Constitución, la dada en Cádiz el día la onomástica de San José de 1812, supone el primer hito de nuestra moderna legislación.

La primera referencia reciente del matrimonio civil la encontramos en una Ley de 1870, recién proclamada la Primera República, en la que la única forma matrimonial reconocida pasaba a ser la forma civil, pero en cambio no reconoció la figura del divorcio. El Código Civil, publicado en 1889, tampoco lo contempló en su redacción originaria. Fue la Constitución republicana de 1931 la que admitió la disolución del matrimonio “por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges con alegación, en este caso, de justa causa”. Conforme a ello, la Ley de 2 de marzo de 1932 reguló el divorcio “de mutuo disenso” y el “causal”. Sin embargo, tras la Guerra civil esta norma sería derogada (por Ley de 23 de septiembre de 1939).

En los inicios de la transición política fue remitido al primer Gobierno de la democracia un escrito solicitando la implantación del divorcio, que sin embargo contravenía el tenor del Fuero de los españoles de 1945 a la sazón vigente. Una vez aprobada la Constitución actual y derogada la legislación preconstitucional la reforma del Código Civil en materia de matrimonio se llevaría a cabo en virtud de la Ley de 7 julio 1981.

IV. CONCLUSIONES CRÍTICAS.
La reforma del régimen de la separación y el divorcio era una demanda que venía reclamándose desde hace años ante el periplo de trámites, plazos y requisitos que era necesario cumplimentar para obtener la resolución judicial de separación y sobre todo de disolución del vínculo conyugal. En este sentido, la reforma estudiada merece ser alabada ya que reduce considerablemente los plazos y evita con ello que las parejas en crisis permanezcan ligadas de forma innecesaria durante largos periodos de tiempo, aunque sea para ponerse de acuerdo en las comparecencias judiciales y el “papeleo” de los abogados. Además se soslaya un indeseado contacto frecuente entre los esposos y evita la crispación.

Conviene asimismo destacar que la figura de la separación conyugal queda desdibujada, ya que los esposos, a partir de ahora, no tendrán que pasar por ella para después poderse divorciar. Dicho de otra forma, el esposo que desee dejar de convivir con el otro, con toda probabilidad solicitará directamente el divorcio en vez de la separación, al entender que pidiendo primero ésta y luego aquel no se estaría más que duplicando los trámites y los costes de defensa y representación (abogado y procurador). Por ello es por lo que considero que la separación dejará de utilizarse a no mucho tardar.

Por el contrario, la admisión de la antigua figura de la repudiatio romana, sin perjuicio de la flexibilidad y la agilidad que concede, presenta ciertas sombras. En efecto, la posibilidad de que cualquiera de los cónyuges pueda, por su sola voluntad y sin alegar causa alguna, disolver el matrimonio tiene un componente positivo (el consistente precisamente en la rapidez de los trámites de divorcio) pero puede dar lugar a ciertas corruptelas que el legislador no debería desdeñar en el futuro. Se comprueba, por tanto, que por primera vez en nuestra legislación histórica se introduce la repudiación sin distinguir entre la causal y la libérrima, y sin imponer la pérdida de derechos al cónyuge que repudie al otro sin alegar iusta causa. La posibilidad de que uno de los esposos pueda dar por terminada su relación, ya la contempló el Derecho Romano, como hemos visto, pero siempre sometiéndola a una serie de cautelas para evitar que a través de su utilización pudieran producirse rupturas matrimoniales de forma torticera. En cambio, la regulación que se introduce a partir de ahora no hace distingos entre la repudiatio completamente libre (y en algunos casos quizá caprichosa) y aquella en la que concurren causas de necesidad o conveniencia que autorizan a fortiori a uno de los cónyuges para separarse del otro.

Como digo, entre las corruptelas en la que puede caer la nueva regulación de nuestro texto civil caben varias posibilidades negativas:

a) Puede favorecer los matrimonios de conveniencia. Es el caso típico de la señorita que se casa con un millonario para apropiarse de la mitad de gananciales que durante el tiempo de convivencia se hayan generado. No debe pensarse que este supuesto es infrecuente: es el caso de las mujeres/maridos de los futbolistas, toreros, cantantes, actores, etc. Por poco que dure la convivencia marital entre ellos, los emolumentos devengados por el otro esposo serán bastante cuantiosos. A la vista de las fichas que tienen ciertos futbolistas, de cientos de millones anuales, por poco que dure el matrimonio, los gananciales a dividir no dejarán de ser otros tantos cientos de millones (me refiero a pesetas).

b) Puede favorecer la “nacionalización por matrimonio”. Creo que este puede ser el mayor “coladero” de la Ley. A cualquiera se le alcanza que la posibilidad de adquirir la nacionalidad al año de llevar casado con una española o español abre un cauce a los “matrimonios con previo pago”. Un vez adquirida la nacionalidad el inmigrante se divorcia y listo. Lo peor no es que se pueda hacer negocio con esto, lo peor es que extranjeros espabilados embauquen de forma insidiosa a mentecatos/as españoles para casarse con ellos con la sola intención de conseguir la preciada nacionalización para después divorciarse, sin más.

c) Puede dar lugar a situaciones de violencia familiar. La falta de alegación de cualquier tipo de causa para dar por concluido el matrimonio, muy especialmente en el caso anterior, puede llevar consigo una mayor crispación para el cónyuge repudiado e incrementar las situaciones de violencia doméstica de las que desgraciadamente tenemos noticia con bastante frecuencia.

En fin, del balance de la nueva regulación de la separación y el divorcio cabe extraer una valoración positiva, pero las interrogantes que acabo de formular deberían ser tomadas en cuenta en el futuro por el legislador para reprimir los fraudes y el abuso de ley a los que da pié la nueva norma. Por eso no creo que sea desventurado adelantar en este momento que este innovador concepto de la ruptura matrimonial será antes o después objeto de reforma para evitar los matrimonios contraídos con finalidades distintas a las propias de la institución marital, y que ya he apuntado más arriba: la persecución de un lucro económico, la adquisición del la nacionalidad, etc. Es más, también adelantaré que las reformas de este nuevo sistema consistirán en la pérdida de los lucros nupciales para el cónyuge que se separe o divorcie sin causa, o en la privación de la nacionalidad adquirida a través del matrimonio con un español. Así lo hizo el Derecho Romano, así ha sido a lo largo de la historia y si así ha venido siendo hasta la fecha por las razones que acabo de apuntar.





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