La limpieza es una virtud del aseo, pero a veces se lleva a tal punto que se convierte en un defecto. Lo digo porque llevo padeciendo un caso hace tiempo que me hecho reflexionar. Soy usuario habitual de una novísima estación de ferrocarril que, a simple vista, no presume más que de bondades. Sin embargo, cada día le encontramos un nuevo inconveniente. Nada que objetar sobre su diseño ni sobre su decoración. Pero sus taras más denunciadas son la mala gestión de las vías, la ausencia de calefacción en invierno (lo que ha hecho que se gane el calificativo del Polar Exprés), su mala ubicación en la ciudad, la pésima comunicación con los autobuses urbanos y otros defectos técnicos de menor importancia pero de no poca utilidad para el viajero.
El otro día me percaté de que una de las cosas dignas de alabar de esta terminal, era la limpieza de los excusados. Da gusto encontrarte un espacio pulcro en el que no te tire de espaldas del hedor propio de estas dependencias, en el que los depósitos del jabón están siempre llenos, el papel higiénico íntegro, los urinarios masculinos debidamente separados por unas mamparas para evitar las miradas indiscretas, y el ambientador cumpliendo fielmente su misión. Pero, ay; hasta esto me lo tenían que estropear: el servicio de limpieza es prácticamente continuo. Y ahí es donde está lo malo. Sí, porque tanto cuidado existe con la higiene, que los váteres están permanentemente “cerrados por limpieza”, lo cual los hace inaccesibles. De modo que uno ya no sabe que es preferible: si aguantar el clásico ambientillo de este tipo de sitios pero poder obrar como dios manda, o pensar que tienes a tu disposición un Edén de la micción aunque no lo puedas usar. Paradojas de la vida.
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